Esta mañana desperté
viajando a un refugio olvidado por lejano. (tal vez privilegiamos las espinas a la mínima dicha en tiempos de
pensar bajo recuerdos)
Anduve por el campo donde estuvo mi cuna, rondando en galerías con pisos de ladrillos y
glicinas rosadas perdumando vacíos. Juntando el agua fresca que un molino gallardo, amparado en la brisa regalaba.
Aferrado
a mi infancia desayuné de nuevo con la abuela y sus dulces, pedacitos del alma que sus manos me daban.
A orillas
del camino, me entretuve en un charco tratando de sumar las mariposas, perdiéndome en la cuenta. En tanto, algún
hornero estridente, advertía su presencia.
Busqué nidales, escogí el durazno de mejor perfume, tiré un puñado
de maíz donde las aves y me trepé en silencio (para que no me reten los fantasmas) al viejo roble que perduró en
el tiempo.
Sentí las campanadas del domingo que echaban vuelo junto con las palomas; mantillas y pañuelos, estampitas
benditas, corretear siendo niño.
Despertando las once me acerqué a la estación para ver el carguero que siempre
saludaba, con un silbato largo, mis ojos asombrados.
Una caña tacuara, piolín, corcho y anzuelo, bajo de un sauce
probé suerte en el río. (Al lado, Meco sonreía pensando: -he sido yo quien le inculcó la pesca a este cristiano!
Un
poco más allá el viejo Club Progreso con su salón de baile donde en los carnavales, le daban rienda suelta a la
alegría nativos del lugar y forasteros o al menos disfrazaban la penuria en tanto que lloviesen serpentinas.
Así
fueron pasando uno tras otro mojones de mi infancia/adolescencia en una rara mezcla de sonrisa y congoja por retornar
a dichas no cercanas y confirmar ausencias que no acaban. .
MECO: apodo con el que se conocía a Don Américo Basile, peluquero del pueblo,
mi tío y padrino.
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